El sadismo de grupo es el peor que se pueda imaginar. «Cuando la masa derrama sangre —escriben los doctores Cabanés y Nass —, al principio experimenta náuseas; luego, si no se detiene y supera su primera reacción de repugnancia, se deleita apasionadamente y se ensaña con su presa como un alcohólico con su víctima. Entonces se estremece con un placer voluptuoso.» Electrizados por el número, el ambiente, el miedo, el odio o la venganza, los individuos ya no logran controlar sus nervios. Esa situación desemboca, como ya hemos visto, en los azotes en público, pero puede llegar hasta la violación o el asesinato, hechos de los cuales nadie se siente verdaderamente responsable. Cometida por un hombre solo sobre una mujer o un niño, la violación se convierte en un acto de fuerza y coacción. La cosa cambia cuando son varias personas las que jometen el crimen para satisfacer las exigencias desbocadas de sus sentidos:
«La violación cometida por un solo individuo, rara vez —de un modo relativo, por supuesto— va seguida de asesinato; en las realizadas por un grupo de individuos, esto sucede con mucha más frecuencia. En los dos casos, una causa bastante común es la resistencia de la mujer, que sólo se consigue vencer destrozándola. Una vez muerta, lejos de convertirse en algo que provoca
ugnancia y horror, sirve para saciar la lubricidad del asesino. Otra causa es esa depravación, indiscutiblemente patológica, por la cual determinados individuos necesitan hacer correr la san-
para excitar sus sentidos» (doctor Aubry,La Contagion du Meurtre, p. 214).
Las Vísperas Sicilianas, la noche de San Bartolomé, las matanzas de septiembre, los ahoga-mientos de Nantes o los pogroms, sólo encuentran explicación en las bruscas erupciones de un sadismo enloquecido que se aproxima a la vesanía. Vemos al pueblo desmandado desgarrar a Coligny, devorar los restos de Ravaillac y de Concini, profanar los cadáveres de la Lamballe y de Mussolini. Babeuf escribía a su esposa:
«Comprendo que el pueblo quiera hacer justicia, y apruebo esta justicia cuando queda satisfecha con el aniquilamiento de los culpables. Pero ¿podría no ser cruel hoy en día? Suplicios
todo tipo, descuartizamientos, torturas, ruedas, hogueras, patíbulos y verdugos que proliferan por doquier… ¡nos han inculcado unas costumbres tan horrendas! Los señores, en lugar de civilizarnos, nos han convertido en bárbaros porque también ellos lo son. Recogen y recogerán lo que han sembrado…»
«Ebrias de vino y sensualidad, las amigas de quienes perpetraron las matanzas de septiembre —escribe Matón de la Varenne— danzaban sobre los cuerpos mutilados, marcando el compás en las partes cuya desnudez era más aparente, y llevaban atados en el seno jirones de carne que el pudor no permite nombrar…» Las cantineras de la Comuna de París no actuaron de modo diferente en la calle Haxo con los cadáveres de policías y sacerdotes.
Eros es inseparable de Thanatos. «Las escenas que seguían al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji —escribe Thomson— son demasiado horribles para ser descritas con detalle. Uno de los datos menos atroces es que no se establecían diferencias en razón del sexo o la edad. Innumerables mutilaciones, practicadas a veces sobre víctimas vivas, y actos de crueldad impregnada de pasión sexual, hacían el suicidio preferible a la captura. Con el fatalismo innato del carácter melanesio, muchos cautivos ni siquiera intentaban huir, sino que inclinaban pasivamente la cabeza para recibir el mazazo. Si tenían la desgracia de ser apresados, la suerte que les aguardaba era siniestra. Conducidos al pueblo principal, eran entregados a muchachos de alto rango que se divertían torturándolos o, aturdidos de un mazazo, eran introducidos en hornos muy calientes; cuando el calor les devolvía la conciencia del dolor, sus convulsiones frenéticas provocaban las risotadas de los espectadores…» (citado por Davie, La Guerre,p. 400). Y se trataba de un pueblo evolucionado, civilizado, con sentido artístico y, por otra parte, bueno y generoso. Claro que también es cierto que luego se han visto cosas mucho peores. En el campo de Dachau, por ejemplo, una galería habilitada al efecto permitía a las amantes de los oficiales de las SS contemplar a los moribundos, hormigueantes de gusanos y acorralados por los perros famélicos, y la flagelación de prisioneros a los que se azotaba con un cinturón. Estos hechos nos dejan estupefactos y nos producen escalofríos porque se trata de sucesos contemporáneos, aunque si reflexionamos no son peores que las ejecuciones de Grandier, Damiens y la Voisin. El sadismo femenino encuentra en ellos una perfecta satisfacción.
«Cuando las mujeres se acostumbran a excitarse despertando su crueldad —podemos leer en Juliette (IV, p. 273) — , la extrema delicad de sus fibras y la prodigiosa sensibilidad de sus órganos les hacen llevar todo eso mucho más lejos que los hombres.» La manía de Sarah Bernhardt de que la poseyeran en su ataúd, da la razón a Sade, y mucho más la de Rachel, cuyo mayor deseo era ser amada sobre el cuerpo de un hombre recién guillotinado. Horace de Viel-Cas-tel relata que «a uno de sus amantes le impuso la condición de que repitiera en los momentos decisivos: “¡Soy Jesucristo!”. Y cada vez que estas palabras sacrilegas llegaban a sus oídos, Rachel alcanzaba un paroxismo de placer imposible describir».